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LA CASA DE SILVERLAKE

BY CHRIS BROWN

Atravesando de noche el mar atlántico, Bruno tenía el impulso de salir corriendo del avión. Sentía el mismo impulso en el aeropuerto al pasar por la aduana, en el terminal, luego en el avión, y en el asiento del avión que ubicó a duras penas. Al desabrochar el cinturón de seguridad, podía ya contemplar la oscuridad por la ventanilla. Respiró hondamente, pensando en el funeral.

 

Había fallecido su abuelo. Le dolió su partida del mundo, a Bruno más que a nadie, y él fue el único que viajó desde lejos para asistir a su funeral. Ahora, en camino a Los Ángeles, su ciudad natal, Bruno sentía la misma desolación que un condenado a muerte – estaba parado en la horca, de frente a la cara del verdugo.

 

Sentía ahogo por el anticipo del aterrizaje. Faltaban dos horas. Para Bruno cada instante se tornó en interminables horas cuando el avión aterrizó y todos los pasajeros se marcharon, dejándolo sólo en medio de la basura y el olor a pedos.

 

Salió del aeropuerto. Sobre un letrero de acero se podía leer “Bienvenidos a Los Ángeles”. La ciudad y las palmeras, con sus troncos torcidos, parecían paralizadas en el calor aplastante de la media tarde. Cruzó la calle donde los taxis y agarró uno.

 

‘¿Adónde se dirige?’ le preguntó el taxista, con algo de familiaridad.

‘Voy para Silverlake, cerca del embalse. ¿Lo conoce?’

‘Sí, claro. Debe estar cansado.’

‘Ni siquiera puedo levantarme. Conduce despacio, que no tengo afán de llegar.’

‘Bueno, señor’.

 

Muchas veces el taxista pisó el freno, por el tráfico. Hora pico. Bruno observó la ciudad que conocía de antes, desde hace mucho tiempo. Los anuncios en el lado de los edificios, el termostato grande que dice la temperatura: son 18 grados. El anochecer en Los Ángeles es rosado en pleno verano, con nubes de algodón de azúcar. La radio tocaba un blues lento, en el tono de G menor. Pronto llegaré, pensó. El taxi redujo la velocidad al incorporarse a la vía de salida que va para Silverlake. Sopló una brisa, indicando la proximidad al embalse. A medida que avanzaba al lado del embalse y el camino de polvo donde trota la gente, Bruno observó que el embalse no tenía agua. Vio que el embalse fue lleno de bolitas negras. ¿Qué habría sucedido para que el embalse fuera seco? El cemento estaba agrietado, y el pasto de los jardines fue negro. El taxi volteó la esquina y siguió recto hasta alcanzar la casa. Parecía antigua: con las baldosas hundidas, el jardín descolorido donde los perros salvajes defecan, y el arbusto grande cuya redondez fue cuidadosamente esculpida por algún jardinero mejicano. Todo le parecía lo mismo, pero demasiado diferente: todo le recordaba su vida de antaño, pero nada le era nuevo, y todo le era extraño.

 

‘Aquí estamos. Son cincuenta dólares, por favor’. El taxista se frotó el dedo índice y el pulgar.

‘Bueno, muchas gracias.’ dijo Bruno. ‘Un obsequio.’ Le dio setenta en efectivo.  

‘Ah, muchas gracias, muy formal. Le ayudo a sacar las maletas.’

Bruno se quitó las gafas del sol y contempló de nuevo la casa. Dio un portazo al salir del taxi. El conductor sacó la maleta del asiento trasero y la puso en el bordillo, al pie de la rampa de entrada a la casa. Bruno casi se dio la vuelta para irse, pero en vez de retroceder, dio un paso adelante. Unos segundos después, tocó en la puerta de la casa.

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