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EL MAR INQUIETO

BY CHRIS BROWN

Aquella tarde de domingo, le dijeron a Hernán que no era seguro ir al mar, pero fue de todos modos. Hernán era marinero mercante. Siempre iba al mar con la esperanza de atrapar un pez raro. Ese día de mayo, Hernán se despertó temprano, desamarró su bote que estaba atado al muelle y emprendió un viaje a donde lo llevara su brújula.

 Se suponía que un gran cultivador de tabaco iba a dar un banquete el día siguiente, y para tenerlo necesitaba una caballa bien grande. Los días de marea normal, uno lleva su canasta de cebo, normalmente repleta de gusanos, y pesca hasta el anochecer. Uno suele mantenerse cerca de la orilla, pero las caballas se encontraban a 30 kilómetros al este de la isla, donde la tempestad agitaba el mar. Esa tarde de domingo, no era seguro ir al mar.

 

Estábamos en plena temporada de tormentas. Durante todo el día, el mar estuvo encrespado mientras el viento soplaba fuerte, haciendo que las palmeras se inclinaran. De noche, la brisa estaba suave y serena, como el susurro de una sirena. Rozaba la bolsa de conchas que pendía del techo del almacén de provisiones, y se oía el chirrido de los grillos. Las aves salvajes echaban a volar, como si estuvieran señalando la inminencia de la tormenta. Hernán sabía que llegaba una tempestad, hasta habló de cómo iba a resistirla.

Voy a necesitar unas velas bien fuertes para sobrevivir a esos vientos de costado – dijo Hernán.

¿Adónde te diriges? – replicó el dueño del almacén.

Hacia el este mañana regresaré con una buena mercancía – determinó Hernán.

Será mejor que te pongas tu impermeable, compadre. Suerte. – finalizó.

 

Los demás pescadores del pueblo no teníamos la menor idea de lo que quería atrapar. Había sido un misterio total hasta que Hernán reveló la razón de su viaje al mencionar que el propietario de una finca de tabaco le había propuesto algo increíble: que fuera a atrapar una especie de caballa llamada el guaje, que es parecido a una caballa, pero más rara, y su carne es más blanda. Si lo atrapaba, tendría una buena recompensa. Para Hernán, valía la pena arriesgarse la vida para atraparlo, en su bote pequeño con su motorcito. Como se encontraba solo, no habría quien pudiera ayudarlo, tendría que salvarse a sí mismo. Difícil cuando el mar está así de inquieto. Pero, por alguna razón, estaba seguro de que regresaría con una buena pesca. Y sabiendo lo afortunado que es, lo haría. Hernán creía que un pescador crea su propia suerte.

Pero, a pesar de eso… Se le acabó la suerte aquella tarde de domingo. Nunca regresó a la isla.

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